Un día una intrusa llamada Soledad entró a mi casa, me sorprendí tanto porque no entendía qué buscaba.
Al poco tiempo y sin darme cuenta la había hecho mi amiga; ella tan agradable, se escabulló tan sigilosa que nadie lo supo, me sentí tan feliz, sola, rodeada de tanta gente.
Dejé de sonreir, ya no apreciaba los pequeños detalles ni valoraba la cercanía de los que me amaban.
Soledad hacía a mis niños a un lado, los ignoraba; ellos notaron algo extraño y me cuestionaron. ¿Por qué ya no jugaba con ellos? ¿Por qué ya no habían abrazos? ¿Por qué ya no habían cuentos en las noches ni canciones en la mañana? ¿Por qué prefería estar sola, que con ellos? Ella me mataba lentamente. Ellos no sabían que Soledad me acompañaba todo el día.
Hasta que un día uno de los niños me dijo: ¡Quiero a mi mami! Yo tan confundida me retumbaba su exigencia; Yo estaba ahí, mi cuerpo estaba ahí, pero mi mente divaga en un jardín muy lejos del hogar con Soledad.
Fue un momento decisivo, las dulces manos del niño acariciaron mis manos, y sus brazos me rodearon con el más tierno abrazo que ya no recordaba.
Allí, entre el tiempo y la razón le dije adiós a la que una vez entró sin pedir permiso.
Decidí volverme loca con los gritos de alegría y el maratón de carcajadas que gratuitamente tenía a diario; escogí las lágrimas de felicidad que brotan de mis ojos al ver tanta belleza y lo dichosa que soy al tener tan grande bendición; Prefiero vivir mi milagro, sonreir, cantar y no aislarme de la fortuna que me regala la vida.
¡Decidi vivir!